348-Esa casa rosada
Van a perdonarme. Pero
ya hace unos años que estoy fastidiada con la mercantilización de la medicina y
el trato poco compasivo que tienen no todos pero si muchos profesionales. Por
eso pasar frente a la casa rosada de Parque Chacabuco me hizo recordar un tiempo un poco más humano
La casa se erigía, elegante, en la esquina de
la Avenida José María Moreno y la calle Tejedor, aquí en Buenos Aires y en mi
barrio.
De una sola planta, con
baldosas en damero en la entrada y visillos de voile en todas las ventanas,
primorosamente blancas, anunciaba que sus propietarios eran gente de buen
pasar. Era la época en que los médicos y otros profesionales vestían de traje y
corbata y tenían un cierto aire especial, que infundía respeto.
Cuando mamá y yo trasponíamos la puerta cancel, y nos
recibía la dueña de casa, que aparecía silenciosamente desde un patio que se
adivinaba detrás de otra puerta vidriada, escuchábamos de su boca, siempre con
extrema amabilidad: “en un ratito las atiende el doctor”.
La casa, rosada y
blanca por fuera, de planta única y techos altos se veía sumamente cuidada a
pesar de que sabíamos que la habitaba una familia numerosa. Con cinco hijos,
por lo menos. Pertenecía al Doctor Néspolo. Si no recuerdo mal, Juan Néspolo.
Mi pediatra. Un médico de los “de antes”.
Muy pulcro, alto y
delgado, moreno, con manos de largos dedos de fumador, anteojos y guardapolvo
impecable me causaba una mezcla de respeto y susto. ¿A qué negarlo?
Él no se inmutaba.
Tomaba asiento frente a su escritorio en el consultorio con vitrinas metálicas blancas
y vidriadas, y luego del interrogatorio, venía la prolijísima revisación
(¿Cuándo dejaron los médicos de tocar a los pacientes? ¿Será comodidad o precaución
para no ser acusados de abusadores? Como sea, no me van a convencer de que solo
papeles y rayos x pueden dar la pauta de
qué enfermedad tiene uno). Néspolo palpaba, hurgaba y yo rogaba que la tortura
terminara cuanto antes pero tenía absoluta convicción de que el doctor sabía lo
que hacía.
La consulta terminaba
con las indicaciones y un suave cachete en mi mejilla que indicaba que habíamos
finalizado. No era pródigo en sonrisas pero nos íbamos con la tranquilidad de
haber sido atendidas por un ser humano que conocía su profesión, y la ejercía
con dignidad.
Algunas veces, en caso
de fiebres altas, vino a verme a casa y recuerdo mi nariz y boca cubiertas con
la sábana y mis ojos mirando los largos dedos amarillentos, que en poco tiempo
se hincarían en mi panza. ¡Bendito médico de certeros diagnósticos y criterio
inteligente! Tal fue siempre mi confianza en él que, ya muy anciano, resolví
consultarle por un diagnóstico de mi hija y su respuesta bastó para calmarme: “Tranquila,
que te va a enterrar”. Y salí de la casa rosada de Parque Chacabuco convencida
de que no había nada que temer.
Ha pasado la vida desde
entonces. La modernidad ha cambiado casi todas las costumbres y aseguro al
lector que trato de vivir en el hoy sin pensar que “todo tiempo pasado fue
mejor”. No obstante, en los últimos años, pasaba delante de la casa del Doctor
Néspolo, y la encontraba casi derruida, abandonada, trise de toda tristeza.
No me animé a preguntar,
y supuse que los hijos la habrían vendido o que estaría en sucesión y nadie se
hacía cargo de su mantenimiento. ¡Me apenaba! Era como si me hubieran cercenado
un trozo de infancia. El médico ya no estaba, seguramente, pero los muros
rosados no debían ceder paso a algún edificio de propiedad horizontal, ¡qué
tanto!
Y esta semana la vida
me ha devuelto la sensación de que tal vez, algunas de las cosas buenas y
honestas del pasado todavía pueden valorarse. La casa rosada de Parque
Chacabuco ha visto la resurrección. Está impecablemente renovada. Con absoluto
respeto por su diseño y colores originales. Paso frente a ella y el tiempo
vuelve atrás, a la niña que iba de la mano de su mamá y que hoy es esta
septuagenaria que lucha con las aplicaciones cibernéticas, y se empeña en vivir
cada día como si fuera el último aunque espera que queden unos cuantos todavía.
Los invito, es más, les
ruego: si pasan por esa esquina, deténganse un segundo a recordar los tiempos
en que los médicos nos trataban con seria calidez, conocimentos y decencia, y honremos su memoria.
Cati
Cobas
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